Revista de Mediación

ADR, análisis y resolución de conflictos

La mediacion familiar, ¿es posible en aquellos casos en los que ha existido violencia contra la pareja?


Publicado en Número 7. Primer semestre 2011

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Resumen:

En el presente artículo nos proponemos reflexionar sobre la polémica existente en torno a si es posible la mediación en aquellas parejas atravesadas por la violencia. A pesar de la vigente prohibición de mediar en aquellos casos en los que ha existido violencia de género, que la actual LO 1/2004 establece, no son pocas las voces que desde distintos ámbitos critican dicha disposición. Analizaremos el fenómeno de la violencia en la pareja y sus consecuencias sobre el proceso de mediación, partiendo de la literatura especializada y las actuales líneas de investigación, para finalmente establecer unas directrices a seguir en aquellos casos que podrían beneficiarse de las virtudes que la mediación ofrece en la resolución de aquellos conflictos que habitualmente son dirimidos en los juzgados de familia.

INTRODUCCIÓN

Como es bien sabido, la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, en adelante LO 1/2004, prohíbe expresamente, en su artículo 44, la mediación en aquellos casos en los que son competentes los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, tanto en el orden penal como en el orden civil.

No obstante, y a pesar de dicha prohibición, no son pocas las voces que desde distintos ámbitos se manifiestan en contra de dicha medida. En este sentido, encontramos una de la conclusiones elaboradas en el Seminario del Consejo General del Poder Judicial sobre Instrumentos Auxiliares en el Ámbito del Derecho de Familia celebrado el pasado febrero de 2010, que dice textualmente: «Se reitera una vez más que se entiende desafortunada la previsión recogida en el artículo 87 ter LOPJ en su redacción dada a éste por la L.O. 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la violencia de género, referente a vedar la mediación en todos los casos atribuidos a la competencia de los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, sin diferenciar grados de violencia, ni si la misma es estructural o contextual. En definitiva se considera que la solución asumida por el legislador de prohibición absoluta de la mediación en todos los supuestos resulta encorsetada, ilógica e ineficaz, puesto que lo que debería ser determinante es la averiguación y determinación previa de la situación de equilibrio o desequilibrio entre el agresor y la víctima, para dar cabida o no a la mediación. En este sentido resultan elogiables la experiencias desarrolladas en el Juzgado de Hospitalet de Llobregat, después en el Juzgado nº 5 de VIDO de Barcelona o en el Juzgado nº 1 de VIDO de Murcia en las que se orienta a las partes a una mediación familiar una vez se ha procedido al archivo del procedimiento penal».

En el momento actual, la utilización de la mediación en asuntos de familia está más que justificada y nadie duda de sus virtudes. Así, la propia legislación introduce la mediación familiar en la Ley 15/2005, de 8 de julio, por la que se modifican el Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de separación y divorcio, y donde se incluyen normas concretas que albergan el sometimiento a mediación de determinadas cuestiones en materia de familia. Por ello, resulta paradójico que precisamente en aquellas familias donde es necesaria una intervención más completa y un abordaje más complejo, como en el caso de las familias con problemática de violencia, se limiten los recursos a utilizar.

La mediación familiar persigue la resolución de los conflictos surgidos en el seno de la familia, posibilitando vías de diálogo y la búsqueda en común del acuerdo entre ambas partes. En aquellas parejas donde surge violencia, junto con la cuestión penal que emana del propio acto violento, se suscitan frecuentemente asuntos propios del orden civil (desacuerdos que afectan al ejercicio de las responsabilidades parentales, al establecimiento de las relaciones paterno-filiales tras la separación, a las contribuciones económicas o el reparto de los bienes…). Es en la resolución de estos asuntos, donde consideramos que determinadas parejas, donde ha existido una denuncia por violencia de género, pueden beneficiarse de las ventajas de la mediación.

Como expresa Bolaños (2008), la implicación de las partes en la toma de decisiones sobre los efectos de su ruptura predice una menor necesidad de intervención judicial en la vida familiar y una posterior capacidad para afrontar de manera autónoma las nuevas decisiones que el ciclo vital inevitablemente irá requiriendo. Consideramos que en muchas ocasiones se obvia esta realidad que inevitablemente existe: muchas parejas en las que ha existido violencia, aunque se separen, tendrán en ocasiones que retomar el contacto, por ejemplo cuando tienen hijos comunes, y muchas otras, vuelven a retomar la relación y la convivencia. Participar en un proceso de mediación puede enseñarles otras formas no violentas para resolver sus conflictos.

No obstante, queremos recalcar que no todas las parejas donde ha existido violencia podrán participar en el proceso de mediación, y que para poder determinar si su participación es o no viable, es fundamental conocer en profundidad el complejo fenómeno de la violencia en la pareja.

ENTENDIENDO LA VIOLENCIA EN LA PAREJA

La violencia en el ámbito doméstico, por motivos obvios, genera una gran preocupación en nuestra sociedad, si bien hace no tantos años era un fenómeno invisibilizado. La toma de conciencia sobre el mismo, condujo a un desarrollo teórico, tanto fuera como dentro de nuestras fronteras, que trajo consigo multitud de términos, utilizados, no siempre con acierto, como sinónimos: violencia intrafamiliar o familiar, violencia conyugal, violencia contra la mujer, violencia machista o sexista, violencia de género…

La primera aclaración que cabe realizar ante esta diversidad terminológica es que la violencia doméstica o intrafamiliar engloba aquellas formas de abuso de poder que se desarrollan en el contexto de las relaciones de familia. El espacio doméstico no alude exclusivamente al espacio físico del hogar, como señala Corsi (2003), sino que se refiere al delimitado por las interacciones entre personas con una vinculación íntima, ligadas entre sí por lazos familiares. Dentro de este tipo de violencia podemos encontrar a su vez otros conceptos como violencia ascendente, violencia contra la pareja o conyugal, violencia descendente…, que hacen referencia a los tipos de violencia que se pueden dar dentro del hogar: de hijos hacia padres, entre los miembros de la pareja, de padres hacia hijos…

La violencia de género, o violencia contra las mujeres, también llamada violencia machista o sexista, en cambio, «hace referencia a todas las formas mediante las cuales se intenta perpetuar el sistema de jerarquías impuesto por la cultura patriarcal. Se trataría de una violencia estructural que se dirige hacia las mujeres con el objeto de mantener o incrementar su subordinación al género masculino hegemónico» (Corsi, 2003). Como señala este autor, adopta formas muy variadas tanto en el ámbito de lo público como en contextos privados. Ejemplos de ella son todas las formas de discriminación hacia la mujer en distintos niveles (político, institucional, laboral) entre el que se encontraría el familiar.

Por tanto, la violencia de género, que la LO 1/2004 en su exposición de motivos define como «una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo», no se circunscribe solo al ámbito familiar o de la pareja. No obstante, la ley sí que hace referencia expresa al ámbito de la violencia en la pareja, y articula en torno a ello una serie de disposiciones y medidas, entre ellas la que nos ocupa: vedar la mediación cuando en una pareja el hombre ha ejercido violencia sobre su mujer.

Así, en su Artículo 1, la LO 1/2004 expone que «tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia». Obviamente, la consecuencia inmediata de esta definición es que cuando nos trasladamos al ámbito de la violencia en la pareja, entendemos que estamos ante una violencia ejercida por hombres sobre mujeres, determinando a priori el rol de los actores que en ella participan: el hombre como agresor y la mujer como víctima.

Aunque es innegable la existencia de este tipo de violencia sobre las mujeres, no se puede olvidar que la violencia en la pareja es un fenómeno demasiado complejo como para reducirlo a única posibilidad. Parece desencaminado considerar que toda la violencia que se produce en la pareja sigue un mismo patrón, responde a los mismos factores y tiene las mismas consecuencias, máxime en el momento actual en el que el modelo tradicional de familia está cambiando y son muchos los tipos de familias que nos podemos encontrar.

Lo que cabe preguntarse en este punto es si ¿toda violencia que el varón ejerce sobre su pareja (en el caso de que esta sea mujer) es consecuencia de la manifestación de las estructuras jerárquicas características del modelo patriarcal aún hoy presente en nuestra sociedad?

Santiago Boira (2010) aporta una visión a nuestro juicio muy acertada acerca de esta cuestión. Señala que no todas las expresiones de violencia dentro de la pareja son consecuencia del modelo patriarcal, concluyendo que no existe un único factor que explique, por sí solo, todos los casos de la violencia dentro de la pareja. Define la influencia de las estructuras de género en dos direcciones, una influencia proximal, en la que podría establecerse una relación más inmediata entre los efectos de la ideología patriarcal y el establecimiento de la violencia, y una influencia distal, donde estas creencias funcionan como un mar de fondo, pero que no pueden ser relacionadas directamente con el comportamiento violento, compitiendo con otros factores que pueden estar desempeñando un papel importante en el desarrollo y mantenimiento de la violencia.

En esta misma línea, Andrés Quinteros y Pablo Carbajosa (2008) diferencian dos tipos distintos de violencia en la pareja Tabla 1.1. Distinguen entre una violencia circunstancial, que surge a partir de conflictos puntuales y desaparece una vez resueltos éstos, y una violencia estructural, que ejecuta el agresor de manera sistemática y permanente, para dominar completamente al otro. Estaríamos ante personas que utilizan la violencia como forma de resolver los conflictos y de mantener su poder sobre los demás, y dentro de esta violencia encontraríamos los que solo la ejercen sobre su pareja, violencia estructural exclusiva, y los que la utilizan en distintos ámbitos de su vida, violencia estructural generalizada. Aclaran los autores que por circunstancial no debe entenderse como un único episodio, o como una violencia de menor gravedad, ya que dependerá de cada situación, pudiendo encontrarse casos en los que la violencia será prolongada, en la medida que el conflicto no se supera, y de elevada gravedad.

Otra cuestión que también cabe plantearse, y que complica más el problema, es la existencia de violencia ejercida por mujeres hacia hombres dentro de la pareja, considerando que el planteamiento habitual cuando se habla de violencia en la pareja parte de que el agresor es el hombre y la mujer es la víctima. Si bien es cierto que cuando revisamos la literatura existente encontramos, en la mayoría de los textos, que se hace referencia fundamentalmente a mujeres víctimas y hombres agresores, no es insólito que haya mujeres maltratadoras y hombres maltratados (Echeburúa y Paz de Corral, 2006).

Johnson, (2008) en este sentido, diferencia también dos tipos violencia en relación con la distinción antes establecida. Como se aprecia en la tabla 1.1 cuando se hace referencia a la violencia estructural, el agresor es habitualmente un varón, especialmente en la específica, que sería aquella que se identifica con la definición de violencia de género, y que es ejercida exclusivamente por hombres. Muchas víctimas mujeres, ante este tipo de maltrato, pueden responder en determinados momentos con violencia, como una forma de defensa, es lo que Johnson denomina resistencia a la violencia, no siendo adecuado en estos casos hablar de mujeres como agresoras.

La violencia circunstancial, en cambio, puede ser ejercida por ambos, como una forma rápida, e inadecuada, de afrontar las desavenencias conyugales. En el caso de que ambos utilicen la violencia para resolver sus conflictos, podría hablarse de violencia cruzada. Independientemente de su sexo, cualquier persona puede perpetrar un acto violento.

No obstante, nadie pone en duda que el mayor porcentaje de víctimas cuando hablamos de violencia en la pareja son mujeres, y que como señalan Quinteros y Carbajosa (2008), son muy pocos o raros los casos en los que la mujer realiza una destrucción sistemática y exclusiva del hombre en la relación de pareja a nivel físico, psicológico y sexual.

Esta complejidad del fenómeno de la violencia es un hecho con el que tenemos que trabajar, e intentar establecer presupuestos causales limitados, y por consiguiente, pautas de actuación uniformes, que engloben todos los casos, no ayuda a enfrentarnos a él. Además de la dificultad a la hora de establecer las causas de la violencia y los factores implicados, nos encontramos con que los propios actos violentos no son todos iguales. Difieren en el grado, la frecuencia, intensidad… Así, podemos encontrar hechos violentos aislados, de menor o mayor intensidad, o una violencia estructural, secuencial y asimétrica, en la que los distintos incidentes violentos están conectados, sugiriendo un proceso, como en el caso de la violencia de género (Boira, 2010).

Asimismo, las consecuencias en las víctimas tampoco son iguales. Ante cualquier hecho traumático, «el grado de daño psicológico (lesiones y secuelas) está mediado por la intensidad/duración del hecho y la percepción del suceso sufrido (significación del hecho y atribución de intencionalidad), el carácter inesperado del acontecimiento y el grado real de riesgo experimentado, las pérdidas sufridas, la mayor o menor vulnerabilidad de la víctima, la posible concurrencia de problemas actuales y pasados (historia de victimización) así como el apoyo social existente y los recursos psicológicos de afrontamiento disponibles» (Echeburúa, 2005).

A la luz de lo expuesto, se hace necesario, cuando descendemos al nivel de la intervención con personas concretas, desde cualquier ámbito profesional, incluido la mediación, poner nombre y saber ubicar a quienes estamos atendiendo, ya que habitualmente nos encontramos con una realidad diversa, que difícilmente podemos hacer encajar en una única categoría explicativa.

Para ilustrar esta idea, proponemos escuetamente un caso observado durante una mediación intrajudicial en la que se tuvo conocimiento de la ocurrencia en el pasado de un episodio violento, y la descripción de otros posibles casos hipotéticos que nos podemos encontrar en nuestro quehacer mediador. Hay que tener en cuenta que cuando estemos en un proceso de mediación, podemos encontrarnos con parejas donde ha existido violencia, y donde esa violencia se ha podido poner en conocimiento o no de la autoridad judicial. En este sentido, asumimos que el que no exista una denuncia no implica que no haya riesgo en esa pareja, y que no haya que plantearse la viabilidad de un proceso mediador, como en los casos en los que la denuncia si existe y es donde la propia ley nos advierte de la improcedencia de ésta.

En el caso observado, encontramos que el hecho violento es descrito por ambos como leve y puntual en el contexto de una discusión cuando la pareja ya estaba en crisis (ella se quiere marchar de la vivienda, pero él se lo impide cogiéndola con fuerza del brazo, forcejean, él la zarandea, ella le pega una patada para zafarse y finalmente se marcha de la vivienda). Ante esta información podríamos catalogar el caso como de violencia circunstancial, máxime cuando ambos afirman que durante el resto de su relación nunca existió violencia física. No obstante, durante uno de los caucus realizados, ella expresó que en ocasiones se sentía menospreciada ya que su pareja no se implicaba en las labores de la casa, delegando dichas tareas en ella, y manifestando un componente machista por parte de su marido, pudiendo evidenciarse ciertos elementos característicos de la violencia estructural exclusiva. La siguiente gráfica podría ilustrar esta dificultar de ubicar claramente a las personas en una categoría estanca, en este caso, representado con un círculo, colocado en esa zona intermedia entre la violencia estructural exclusiva y circunstancial.

Si efectuásemos una evaluación exhaustiva del caso, tal vez encontraríamos un varón, con patrones interiorizados de género, desde los que legitima ciertas actitudes de dominio sobre ella, pero que no recurre a la violencia (física o verbal) para mantener un dominio sobre su pareja, aunque tampoco se cuestione sus privilegios masculinos, como no participar de las tareas del hogar. Y tal vez encontrásemos también una mujer, socializada en el mismo contexto patriarcal, que no presenta un daño psíquico derivado ni de la violencia vivida, ni de la relación que mantuvieron, y que perfectamente puede ser capaz de participar en una mediación, como de hecho sucedió.

Pero, como hemos señalado, la variabilidad de casos que podemos encontrarnos en mediación es amplia. Por ejemplo, podríamos encontrarnos también a un hombre que ha agredido físicamente a su pareja, y que cuando realizamos una exploración más específica, encontramos una persona con una baja capacidad empática, con rasgos típicos del trastorno antisocial de la personalidad, que mantiene una idea distorsionada del uso de la violencia como forma adecuada de resolución de conflictos… En este caso, podríamos situar el punto verde en el extremo superior de la gráfica, siendo difícil que puedan participar en una mediación con las garantías necesarias de seguridad para la víctima. Es posible, no obstante, que esta persona también tenga interiorizados patrones de género y mantenga actitudes rígidas en relación a los roles sexuales.

También, podríamos estar ante una pareja donde ambos miembros, a raíz de la crisis provocada por la ruptura, y una vez que la comunicación entre ellos ha fallado, mantienen una guerra abierta, en la que utilizan todo tipo de armas para enfrentarse: manipulaciones de los hijos, cruce de denuncias en los juzgados por los motivos más diversos, amenazas y otras conductas violentas, como forma inadecuada de manejar su conflicto… pero donde no se aprecie un desequilibrio de poder. O parejas, donde ha existido una violencia estructural exclusiva, donde se apreciaba este desequilibrio de poder, y otras características presentes en este tipo de violencia, pero que cuando llegan al proceso de mediación ambos han pasado por una intervención terapéutica, y ambos están capacitados para mediar.

PROPUESTA DE INTERVENCIÓN

Ante la complejidad expuesta existente en el campo de la violencia sobre la pareja, surgen de forma consecuente varias reflexiones que nos permiten cuestionar la disposición establecida por la LO 1/2004 que es objeto de este artículo.

En primer lugar, unos de los principales problemas que se presentan en el momento actual es que ante una situación de violencia en la pareja, cuando una mujer denuncia una agresión, como señala Subijana (2009), «la agravación penal se vincula al hecho de la que la víctima fuera o hubiera sido esposa o mujer que estuviera o hubiera estado ligado al autor por una análoga relación de afectividad, aun sin convivencia, sin hacer mención alguna a la necesidad de que el acto violento sea una manifestación específica de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres».

Por este motivo, en mediación, pueden llegarnos parejas en las que se tramitó una denuncia por violencia de género, pero donde la violencia la podríamos analizar desde otro prisma, por ejemplo el ofrecido por la violencia circunstancial.

Por otro lado, a nuestro juicio, la prohibición de mediar que la ley establece incurre en un excesivo paternalismo sobre la mujer, ya que se impide su participación directa en la toma de decisiones en cuestiones civiles que le afectan de primera mano, dando por hecho su incapacidad para participar en el proceso de mediación, sin que tal incapacidad resulte acreditada.

Es cierto que muchas mujeres, tras sufrir una situación de maltrato, y como consecuencia del mismo, pueden presentar un daño psíquico, permanente o transitorio, que les impida participar en el proceso de mediación. Pero como se ha expuesto, la gravedad de las consecuencias del maltrato depende, entre otros factores, de la severidad del mismo y de la vulnerabilidad de la víctima, no siendo siempre las mismas en todas las mujeres. Además, tras una adecuada intervención psicológica, estas mujeres pueden recuperar la seguridad y establecer el control de sus vidas, abordar las secuelas producidas por la violencia, reforzar su autoestima, recuperar su identidad personal… pues tales son algunos de los objetivos de estos programas de intervención, y estar dotadas, por tanto, de las habilidades necesarias para hacer frente a un proceso de separación, pero la prohibición de la ley les priva de este derecho.

Asimismo, la mediación como modelo alternativo de resolución de conflictos, se diferencia entre otros aspectos de los métodos adversariales, como nuestro sistema judicial, en su preocupación por restablecer el equilibrio de las partes enfrentadas y por cuestionar las relaciones de poder establecidas dentro de la familia. Propicia que se utilice el diálogo y la escucha mutua, que ambas partes estén igualmente representadas, que ambas sean oídas y dispongan de su tiempo para llegar a un acuerdo. En este sentido, es obvio que en parejas en las que el desequilibrio de poder sea insalvable, no se podrá mediar, pero en otras muchas, este desequilibrio, aunque haya existido violencia, o bien no está presente, o bien lo está en la misma medida que lo encontramos en nuestro quehacer mediador en parejas donde no han acontecido episodios violentos, y podría restaurarse con las propias técnicas que se utilizan en el proceso de mediación.

En este sentido, algunos autores defienden que la aplicación de la mediación en estas parejas favorece la instalación de un proceso de democratización de las relaciones familiares. Berardo, Greco y Vecchi (2003) exponen que «la familia atravesada por violencia doméstica que emprende un proceso de mediación y logra cristalizar acuerdos en materia de alimentos, estancias y comunicaciones… experimenta el tránsito por un espacio diferente de elaboración pacífica de los desacuerdos, que en muchos casos contribuye al descenso momentáneo de la violencia y en otros a recrear en la instancia del diálogo, un espacio que junto con la posibilidad de apropiación, se instalará en la pareja o en forma individual en cada sujeto, como una nueva posibilidad de funcionamiento para conflictos futuros». Las intervenciones judiciales, por contra, aumentan o se imbrican dentro del mismo patrón relacional basado en circuitos de poder, sin facilitar posibilidades de cambio en las dinámicas de estas familias.

Otro de los argumentos argüidos para justificar el rechazo de la mediación en estos casos, es que la relación entre víctima y agresor está muy deteriorada y resultará improbable que se pueda restablecer una comunicación o una mínima cercanía entre ambos, o que la víctima no será capaz siquiera de sentarse frente a su agresor. Ante este argumento, se presenta la evidencia que nos encontramos en la realidad: muchas parejas solicitan retirar la denuncia, poner fin al procedimiento, o reanudan la convivencia, a pesar de la orden de alejamiento impuesta.

En muchos casos la víctima no quiere romper con su agresor, e independientemente de los motivos que estén detrás de esta decisión, que habría que ponderar en cada caso, no se puede afirmar categóricamente que la comunicación entre ambos esté tan deteriorada que haga inviable un proceso de mediación, o que la víctima sea incapaz de sentarse frente a éste para negociar.

Por ello, aunque para conocer el fenómeno de la violencia es importante estudiar sus causas, su contexto, sus implicaciones… es igualmente necesario fijarnos en sus consecuencias sobre las personas concretas que han sido actores de ese escenario, y ver cómo su capacidad de negociar entre ambos está o no deteriorada, y solo descendiendo a ese nivel de caso concreto, podremos decidir si un caso es o no mediable.

No es posible a nuestro juicio establecer reglas generales que guíen nuestra decisión, pues los casos de violencia contra la pareja, como hemos expuesto, difieren entre sí: ni todas las víctimas son iguales ni lo son todos los agresores. Será necesario decidir caso a caso, en relación a unas directrices básicas: que la violencia no esté presente en el momento actual, que se realice una valoración de la violencia acontecida y de sus protagonistas, y que las partes estén plenamente capacitadas para poder participar en el proceso.

A continuación exponemos en la siguiente gráfica un dispositivo que se llevaría a cabo cuando en la sesión de pre-mediación se detectara o se sospechase la existencia de un episodio de violencia.

Como podemos observar en la gráfica, el dispositivo vendría a ser un filtro, donde primero se realizaría un caucus con la persona que sufrió el episodio de violencia para después realizar otro caucus con la persona que la ejerció. En la gráfica hemos nombrado a efectos prácticos los caucus como «cita a ella» y «cita a él», pues como hemos visto, lo más probable es que en nuestra práctica diaria nos encontremos con más mujeres que han sufrido violencia a manos de sus parejas que viceversa.

En este caucus inicial con la víctima tenemos que recabar información relativa al proceso de victimización sufrido, la presencia de lesiones o secuelas, su capacidad para negociar, para tomar decisiones, la ausencia de coacción o miedo… El número de sesiones necesarias para recabar toda la información dependerá de cada caso concreto. Aunque se recomienda siempre iniciar la exploración con la persona que ha sufrido la violencia, es posible, una vez realizada esta primera sesión, ir intercalando estas sesiones, con las de evaluación del agresor.

En este sentido, apuntar que aunque tras las sesiones con la víctima llegásemos a la conclusión que puede iniciarse el proceso de mediación, nunca debe llevarse a cabo sin realizar el mismo procedimiento con el agresor. Es prioritario garantizar un espacio de seguridad para la víctima, y se sabe que las víctimas de violencia de género tienden a subestimar el riesgo en el que se encuentran, por lo que algunas de ellas nos pueden ofrecer una información sesgada que no refleje adecuadamente la situación que están atravesando.

En estas sesiones de evaluación con el agresor también es necesario rastrear la violencia ejercida, así como otras características psicológicas (doble fachada, negación, minimización o justificación de la violencia ejercida, definiciones rígidas de los roles masculinos y femeninos…) cuya presencia nos pueden hacer dudar de su capacidad para participar en la mediación. También es imprescindible valorar el verdadero objetivo que persigue en la mediación, pues en el caso de los agresores de género puede ser habitual que busquen un nuevo acercamiento con la víctima, para continuar su abuso de poder sobre ella, y vean en la mediación la posibilidad de retomar este contacto con ella, en cuyo caso la mediación estaría vetada.

Somos conscientes que estas sesiones están más cercanas a sesiones de evaluación propias de la psicología forense, que a los caucus característicos del proceso de mediación. Por este motivo, se requiere que el profesional o profesionales que las realicen tengan formación y experiencia específica en el campo de la violencia contra la pareja, tanto con víctimas como con agresores.

Entendemos que desde un planteamiento conservador de la mediación, estas sesiones podrían interferir con el rol de mediador, cuestionar su neutralidad o situarle en un papel distinto al que después ocupará en el proceso mediador. Por este motivo, es recomendable que si el mediador detecta o sospecha que ha existido violencia, solicite a otro profesional que realice este proceso de evaluación. Igualmente, para eliminar posibles resistencias, habría que realizar un encuadre a ambas partes del motivo de recabar dicha información.

Desde nuestra experiencia en el campo de la violencia hemos querido elaborar tres guías, donde podemos recoger la información necesaria para abordar los dos objetivos principales: valorar si existe peligrosidad para la víctima (en caso afirmativo la medición se suspendería), y si es posible la mediación. Estos protocolos tienen como objetivo facilitar la recogida de información, guiar la evaluación poniendo el acento en aspectos importantes que deben ser tenidos en cuenta al valorar el caso, y facilitar así la toma de decisión respecto de si un caso es o no mediable. No deben ser tomados como esquemas rígidos a seguir durante las entrevistas, y no en todos los casos será necesario recabar toda la información que en ellos se refleja.

Empezaríamos la sesión de mediación conjunta, una vez cumplidos los dos objetivos mencionados anteriormente. El primero lleva implícito que en el momento actual no existe violencia. Aunque para algunos autores la mediación por su propio proceso puede frenar la violencia, nosotros consideramos que no se debe subestimar ningún tipo de violencia, y que ésta nunca es justificable ni aceptable, por lo que mediar en un caso donde los episodios de violencia estén presentes, se nos antoja cuanto menos arriesgado.

El segundo objetivo se traduciría en que ambas partes quieren voluntariamente acudir a la sesión conjunta y están con plenas capacidades de poder llegar a acuerdos, sin que signifique para ellos, y concretamente para la parte que sufrió la violencia, un espacio amenazante y hostil sino una vía para encontrar soluciones, donde se les refuerce en su capacidad de toma de decisiones. Como destacaría Patricia Esquinas (2008) «la técnica de la mediación, pese a las abundantes críticas que ha suscitado, aun podría llevarse a cabo en el marco de la violencia de género a través de un proceso adecuado de equiparación de las partes, y de disolución del desequilibrio inicial que existe entre ellas (por ser una la persona maltratada, y la otra, la que ejerce dicho abuso), proceso que pasaría, desde luego, por fortalecer la posición de la víctima. Este principio responde al término anglosajón, «empowerment», y desde su creación, 1990, constituye un lugar común entre la doctrina dedicada a tales cuestiones».

Para finalizar una última reflexión. Somos partidarios de abordajes interdisciplinares para problemas complejos, que son el resultado de la intervención de distintos factores, como ocurre en estas familias con problemática de violencia. Hay que considerar que ninguno de los sistemas de intervención de los que disponemos, ya sean medidas penales, judiciales o intervenciones psicológicas, sociales, educativas, policiales… puede por sí solo, en forma exclusiva o excluyente, dar una respuesta integral y adecuada a la conflictividad que estas familias pueden presentar. Por ellos insistimos en la reflexión inicial objeto de estas líneas, ¿Por qué excluir a todas estas familias de los beneficios de la mediación de forma taxativa?