Revista de Mediación

ADR, análisis y resolución de conflictos

La mediación y el acceso a la justicia en el ámbito de la discapacidad


Publicado en Volumen 14 – 2021, Nº. 1

Recibido: 15/1/21

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Resumen:

Para las personas con discapacidad, la mediación no solo se presenta como una vía alternativa a través de la cual ejercer el derecho de acceso a la justicia de forma más accesible y eficaz, sino también como un instrumento que favorece su inclusión social. Sin embargo, en el presente artículo se identifican algunos aspectos, tanto normativos como prácticos, que dificultan a este colectivo disfrutar de los beneficios de la mediación. Si bien las recientes reformas procesales y civiles prometen impulsar el uso de la mediación, este trabajo pretende analizar la contribución de las mismas en la mejora de la accesibilidad de la mediación, así como proponer una serie de recomendaciones con el objetivo de hacer más alcanzable esta forma de acceder a la justicia.

Introducción

La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, de 13 de diciembre de 2006 (en adelante, la CIDPD) fue el primer texto internacional de Derechos Humanos que, de forma expresa, reconoció a las personas con discapacidad el derecho de acceso a la justicia. Es en su artículo 13 donde se estatuye la necesidad de que «las personas con discapacidad tengan acceso a la justicia en igualdad de condiciones con las demás, incluso mediante ajustes de procedimiento […], para facilitar el desempeño de las funciones efectivas de esas personas como participantes directos e indirectos».

Pese a que España ratificó la CIDPD el 22 de abril de 2008, el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (en adelante, Comité) en su última resolución del 9 de abril de 2019 señaló que en España las personas con discapacidad no acceden de forma eficaz e igualitaria al proceso judicial. El Comité mencionó las siguientes causas: la facultad de los jueces españoles de limitar el ejercicio de los derechos de las personas por razón de su capacidad, un cuerpo judicial con escasa formación en materia de discapacidad y las numerosas barreras arquitectónicas, comunicativas y cognitivas que dificultan el acceso a los organismos públicos.

La gravedad de que las personas con discapacidad no tengan de facto acceso formal, material y/o físico a la justicia no solo radica en que se está vulnerando un derecho sustantivo y autónomo reconocido por la CIDPD, sino también en que se trata de un derecho instrumental. En palabras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (2017), este derecho es «un requisito esencial para la protección y promoción de todos los demás derechos humanos». Si el derecho de acceso a la justicia no está debidamente garantizado y protegido, los demás derechos (civiles, políticos, económicos y sociales) pueden verse comprometidos, en tanto que los medios de denuncia no serían alcanzables y cualquier vulneración quedaría, por ello, impune.

El presente artículo busca destacar la importancia de la mediación como un mecanismo mediante el cual las personas con discapacidad podrían proteger y disfrutar con garantías sus derechos fundamentales en general, y el derecho de acceso a la justicia en particular. Para ello, se analizarán, de un lado, las implicaciones individuales y sociales de la discapacidad en la resolución de los conflictos y, de otro lado, los beneficios que aporta la mediación a este colectivo. Este análisis servirá de base para comprender, en primer lugar, algunos de los motivos que impiden a las personas con discapacidad acudir a esta forma de resolución de conflictos y, en segundo lugar, la contribución al cambio de las últimas propuestas procesales y civiles, todo ello con el objetivo de que la mediación –y, por ende, la Administración de Justicia– sea más accesible.

La discapacidad en la resolución de conflictos

Si bien el conflicto es connatural a la convivencia en sociedad, su gestión y resolución cambia dependiendo de los sujetos implicados y el contexto donde se origina y desarrolla. En el caso de las personas con discapacidad, Ferreira (2008) señala un doble condicionamiento. Por un lado, están las limitaciones particulares, esto es, las características físicas, comunicacionales y/o cognitivas de las personas con discapacidad que, al interactuar con el entorno, condicionan o impiden su desenvolvimiento cotidiano. Por otro lado, está la representación de dichas limitaciones; toda vez que la sociedad traduce la discapacidad en una situación de inferioridad y minusvalía, las personas con discapacidad se convierten en ciudadanos de segunda, identidad que adquieren como herencia.

Estas limitaciones ligadas a la discapacidad se originan y desarrollan en consecuencia de un sistema económico, social y cultural que tiende a jerarquizar a las personas por sus aptitudes y supeditar a la asistencia a aquellas que no cumplen con los estándares de normalidad establecidos (Nario-Redmond, 2020; Scuro, 2018). No es de extrañar, entonces, que las personas de su entorno –familiares, amigos, cuidadores, entre otros–, terminen desarrollando relaciones de poder con las personas con discapacidad, no tanto por sus características individuales (biológicas), sino por el contexto o las relaciones de sujeción que en él se desarrollan (Shakespeare, 2006). De acuerdo con esta lógica, las personas más dependientes son las más expuestas a este tipo de estructuras de dominación, que anulan o controlan la capacidad de elección de este colectivo incluso en las decisiones más personales, como es la resolución de sus conflictos.

Por todo lo anterior, para que el proceso de resolución de un conflicto sea inclusivo e igualitario, las partes deberán, lo que Álvarez (2013) denomina, «manejar las percepciones», esto es, eliminar todo estigma o percepción negativa hacia la discapacidad, así como desarticular cualquier relación de subordinación preexistente. Esto permitirá que las partes, independientemente del método que hayan elegido, se sientan seguras y legitimadas en la búsqueda de la solución al problema. La misma autora añade que la igualdad de condiciones también será imprescindible, lo que se traduce en este contexto como la accesibilidad al entorno, a la comunicación y al procedimiento.

La mediación como vía de acceso a la justicia

La mediación ha sido institucionalizada «como una práctica vinculada con la justicia» y ubicada «dentro del abanico de posibilidades de cauces de tutela de que disponen los ciudadanos» (Álvarez, 2013). Así lo entiende también Carretero (2016), según el cual «la utilización de los métodos complementarios o alternativos de solución de conflictos ha de configurarse como un derecho fundamental del ciudadano incardinado dentro del derecho a la tutela judicial efectiva, en la más amplia acepción de éste».

Esta forma de acceder a la justicia se distingue del proceso judicial por ser menos costosa económica y emocionalmente (Carretero, 2016). Esta ventaja es especialmente beneficiosa para este colectivo en tanto que la gravedad de la discapacidad correlaciona con el grado de pobreza (Iglesias y Medina, 2017) y muchos de sus problemas surgen con personas con las que, tras el proceso, seguirán relacionándose.

Al ser un método menos conocido y, en consecuencia, menos congestionado que los tribunales, los costes temporales también son inferiores (Carretero, 2016). Esto último es sumamente interesante si consideramos que muchos de los conflictos por razón de discapacidad surgen en torno a sus necesidades materiales –los cuidados, la educación, el ocio o el ámbito laboral–, los cuales, al afectar de forma directa a la dignidad de la persona, requieren ser tratados con la celeridad que la mediación ofrece (Álvarez, 2013).

Asimismo, los principios rectores –voluntariedad, igualdad, imparcialidad, neutralidad, confidencialidad y flexibilidad– y las técnicas de comunicación y negociación propias de la mediación hacen de este instrumento un método más adaptable y eficaz (Carretero, 2016), de tal forma que las características físicas, comunicacionales y/o cognitivas de los mediados no son óbice a la hora de estructurar el proceso, sino aspectos que se deberán integrar.

Álvarez (2017, p.110) añade otros aspectos interesantes:

Además de ser potenciadora de la capacidad de la persona con discapacidad en la toma de sus propias decisiones, de influir de manera positiva en sus relaciones habituales, y en general, en contribuir a una calidad de vida y en una prevención hacia situaciones de maltrato, depresión o discriminación; la mediación conlleva a que la sociedad deba asumir una nueva forma de relacionarse con este grupo de personas, a afrontar sus problemas de convivencia mediante métodos que sirvan a todos los implicados, y constituyan verdadera inclusión y experiencia activa de ciudadanía a todos los integrantes de la comunidad social

Entonces, ¿cuál es el problema?

En el plano teórico, la mediación parece ofrecer a las personas con discapacidad un espacio donde expresar con libertad sus necesidades y demandas, mientras que en el transcurso del proceso, cuyo objetivo es la gestión reparadora del conflicto y su eventual solución, van adquiriendo seguridad y legitimación. Sin embargo, llevada a la práctica, la mediación parece no responder a las necesidades derivadas de la discapacidad, y la normativa de discapacidad tampoco ofrece soluciones suficientes.

En la regulación sobre mediación

La Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles (en adelante, Ley de Mediación), que armoniza a nivel estatal la bases de la mediación, en su Disposición Adicional Cuarta se establece que «los procedimientos de mediación deberán garantizar la igualdad de oportunidades para las personas con discapacidad». La propia Ley prevé para ello dos recursos: el Real Decreto 366/2007, de 16 de marzo, y los medios electrónicos, comprendidos en el artículo 24 de la Ley de Mediación.

El primero, el Real Decreto, sistematiza las condiciones de accesibilidad y no discriminación que las oficinas y servicios públicos de atención al ciudadano deben cumplir. Empero, dado que el objeto del citado texto normativo es mejorar el acceso de facto de las personas con discapacidad a los servicios técnicos y documentales de la Administración Pública, esta comunicación unilateral no alcanza la complejidad de un proceso como la mediación, donde las partes y el mediador interactúan de forma constante y multidireccional. Además, los cambios que el Real Decreto propone para garantizar la accesibilidad son sumamente superficiales, pues sólo menciona la adaptación documental, arquitectónica y de la señalética.

Sobre el segundo mecanismo, Munuera y Alemán (2015) arguyen que el uso de la tecnología es más adecuado cuando el conflicto trata de reclamaciones dinerarias o reviste de carácter superficial, así como para gestionar documentos o procesos simples. Por lo ya dicho, los medios electrónicos no parecen suficientes per se para tratar los aspectos yacentes y subyacentes del conflicto con meticulosidad, lo que es de vital importancia en los conflictos de las personas con discapacidad si consideramos que en el transcurso del proceso tendrán que superarse los diferentes estereotipos, prejuicios y, en su caso, estructuras de poder existentes en torno a la discapacidad. Además, ha de mencionarse que la tecnología no descarta la partición presencial de las partes en el proceso, momento en el que las barreras arquitectónicas, comunicacionales y/o cognitivas pueden causar su exclusión.

En la praxis de la mediación

Si bien la Ley de Mediación y su reglamento de desarrollo, el Real Decreto 980/2013, prevén que el mediador cuente con formación en materia de mediación, son las instituciones formadoras las que deciden íntegramente el contenido teórico y práctico del curso y si el título de mediador concreta o no las características de su instrucción. El Registro de Mediadores e Instituciones de Mediación (en adelante, Registro) tampoco aporta información sobre la experiencia o los conocimientos de los mediadores registrados, pues solo categoriza, y de forma muy genérica, el ámbito de su especialización.

Esta regulación laxa de la formación tiene una especial trascendencia dado que el mediador es quien, a la postre, valora la mediabilidad del problema y adapta el proceso a las necesidades de las partes. Por ende, que éste reciba una adecuada instrucción teórico-práctica en torno a las técnicas de mediación y los ajustes aplicables al proceso, o que las partes puedan elegirlo valorando la calidad de sus conocimientos, junto con una previa instrucción en materia de discapacidad, son aspectos que ayudarían a prevenir y erradicar las barreras, relaciones de subordinación o cualesquiera obstáculos que puedan impedir la consideración del conflicto como mediable.

A lo anterior se le suma un escaso control sobre el devenir del proceso de mediación. España cuenta con un modelo mixto de supervisión; mientras que las entidades de mediación se encargan de la calidad del proceso, el Registro verifica que los inscritos cumplen con los requisitos mínimos establecidos por la Ley (Carretero, 2016). El peligro de este sistema reside en que, a falta de un organismo independiente que vele por un proceso con todas las garantías, la responsabilidad de corregir las discriminaciones, desigualdades o coacciones que puedan surgir es exclusivamente de las entidades privadas de mediación. Además, en virtud del artículo 12 de la Ley de Mediación, los códigos de conducta, donde se establecen los criterios de calidad, son voluntarios.

La falta de difusión sobre este método alternativo (Blohorn-Brenneur y Soleto, 2019) –pues la información sobre este recurso ha dependido de operadores y entidades sobre quienes podría recaer aún el peso de los prejuicios sobre la discapacidad–, unido a la escasa cobertura económica –pues la asistencia jurídica gratuita tan sólo cubre los costes de asesoramiento y orientación previos al proceso– han terminado por alejar a las personas con discapacidad de la mediación.

En la normativa sobre discapacidad aplicable a la mediación

Entre las funciones de la normativa en materia de discapacidad, se encuentra la de garantizar el acceso a la Administración de Justicia en igualdad de condiciones. Empero, la regulación sobre la accesibilidad y la capacidad de obrar, esto es, las dos condiciones mínimas que cualquier persona debe tener para poder participar en un proceso susceptible de crear consecuencias jurídicas (Bariffi, 2014), lejos de ayudar a la persona con discapacidad, la limitan a la hora de acceder a la mediación.

En lo tocante a la accesibilidad, en el Real Decreto Legislativo 1/2013, de 29 de noviembre (en adelante, Ley estatal de Discapacidad) se establecen a nivel nacional las bases que la Administración de Justicia debe cumplir en términos de accesibilidad y no discriminación. En la misma Ley, en su artículo 78, se otorgan a las Comunidades Autónomas la competencia para establecer un régimen de infracciones y sanciones cuyo fin es garantizar el cumplimiento y la efectividad de las medidas de accesibilidad. Sin embargo, en la práctica, Comunidades Autónomas como las de Madrid o Asturias no han desarrollado el sistema de control, o su reciente implementación no ha conseguido aún resultados reseñables, como ocurre en Aragón, Cantabria o Murcia.

En lo referente a la capacidad, el Código Civil español de 1889 (como país de tradición romanista) la desglosa en dos figuras; por un lado, la personalidad jurídica (inextinguible por ser personalísima) y, por otro lado, la capacidad de obrar (modificable dependiendo de las características del titular). Esta configuración permite que un juzgado pueda modificar la capacidad de obrar, completa o parcialmente, a aquellas personas que por su situación psíquica, física o sensorial no puedan administrar sus bienes o autogobernarse, en cuyo caso les confiere un tutor legal, un curador o la patria potestad prorrogada. Dicho de otra manera, designa a una persona para que actúe en su lugar.

Sobre esto último, el Comité (2014) sostuvo que el reconocimiento sin restricciones de la capacidad es «indispensable para el ejercicio de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales»; por tanto, su modificación trae consigo la limitación de los derechos inherentes al ser humano. Atendiendo a esta premisa, el Comité exhorta a los Estados firmantes como España para que transiten hacia el sistema de apoyos –recogido en la CIDPD–, el cual no trata de sustituir al sujeto en su mejor interés, sino que le ofrece la posibilidad de escoger a las personas que le prestarán apoyo cuando lo demande.

Sobre la aportación de las últimas reformas procesales

De lo anterior se infiere que la regulación de la mediación y su puesta en práctica no cumplen con las expectativas que este método despierta en el plano teórico, al menos en el ámbito de la discapacidad. Ahora bien, cabe preguntarse si el Anteproyecto de Ley de Impulso de la Mediación, aprobado en enero de 2019 (en adelante, ALIM) y el Anteproyecto de Ley de Medidas de Eficiencia Procesal del Servicio Público de Justicia, aprobado en diciembre de 2020 (en adelante, ALMEP), ambos con la pretensión de desatascar el sistema judicial mediante medios de solución alternativa de litigios como la mediación, ofrecen soluciones a algunos de los problemas señalados anteriormente.

Para abordar el gran reto de la difusión, tanto el ALIM como el ALMEP proponen transitar del modelo de voluntariedad al modelo de «obligatoriedad mitigada», esto es, hacer que el uso de la mediación sea preceptivo al litigio. De aplicarse, el intento de mediación será obligatorio ex lege en catorce materias tasadas, sin perjuicio de que el juzgado deberá recomendarla cuando sea preferible al proceso judicial, con independencia de la materia. Con el mismo objetivo, ambos extienden de quince a treinta días naturales el plazo que las partes tendrán para acudir a la sesión inicial, que empezará a correr desde que soliciten la mediación al órgano jurisdiccional competente, pudiendo hacerlo incluso en la fase de ejecución.

La cobertura económica también ha sido ampliada. Si bien el ALMEP no lo menciona expresamente, el ALIM permite a los mediados beneficiarse de la asistencia jurídica gratuita cuando la mediación sea requisito de procedibilidad o las partes hayan acudido a ella por derivación judicial.

En cuanto a la formación de los mediadores, en el ALIM se exige introducir la mediación como asignatura obligatoria del grado en Derecho, junto con otros grados que contemple el Consejo de Ministros. En el ALMEP se concreta que el Gobierno determinará la duración y contenido mínimo de los cursos que el mediador deberá realizar antes de ejercer como tal, así como su formación continua. En el mismo anteproyecto, se exige que los cursos sobre mediación familiar incluyan, entre otras, “un módulo de igualdad, de detección de violencia de género, de perspectiva de género y de infancia” (2020, p.162).

En lo relativo al control del proceso de mediación, en la Disposición Adicional Primera del ALIM se crea una Comisión de Seguimiento del Impulso de la Mediación, cuya labor consistirá en «analizar la aplicación de las nuevas medidas, su puesta en marcha y sus repercusiones jurídicas y económicas», aunque no concreta los criterios que para ello tomará en cuenta. Este observatorio promete aumentar la calidad del servicio de la mediación pues, además de evaluar los resultados del anteproyecto, propondrá mejoras en la práctica de la mediación. El ALMEP, por su parte, aunque no mencione dicha Comisión, propone la regulación de un «estatuto del tercero neutral» (p.152), cuyo fin, entre otros, es desarrollar un régimen de infracciones y sanciones para controlar la actuación del mediador.

Por último, en el articulado de ambos textos jurídicos se obliga a los mediadores a registrarse cuando intervengan preceptivamente o por derivación judicial, siendo fuera de estos casos un registro voluntario.

Hacia una mediación más accesible

Aunque los dos anteproyectos de ley ofrecen una gran variedad de cambios significativos, del análisis previo sobre las necesidades de este colectivo y las dificultades que las personas con discapacidad encuentran en el uso de la mediación se concluye que éstos no son suficientes. En respuesta, se desarrollarán seguidamente dos recomendaciones para que la mediación sea más accesible.

En primer lugar, se recomienda la revisión de las mencionadas reformas procesales desde la óptica de la discapacidad, tarea en la que la participación del movimiento asociativo de la discapacidad no sólo es deseable, sino casi una exigencia. Se propone considerar las siguientes cuestiones:

  • Ampliar la cobertura económica para aquellos casos donde la mediación no sea obligatoria. De esta forma, el factor económico no será un inconveniente cuando las personas con discapacidad quieran acudir a ella de forma voluntaria.

  • Exigir que los cursos preceptivos para adquirir la condición de mediador contengan un módulo de accesibilidad y de discapacidad, imprescindibles para cualquier conflicto habida cuenta de la transversalidad de la materia. Este conocimiento dotará al mediador de herramientas para que el proceso sea lo más accesible posible.

  • Fomentar más transparencia en cuanto a la preparación y experiencia de los mediadores. Que el título de mediador tenga que especificar el tipo de formación (si es presencial o no, número de horas, contenidos, especialización, tipo de escuela, etc.) y que en el registro se incluya la discapacidad como una especialización más podrían ser cambios que ayudarían a los interesados a escoger el mediador más adecuado a sus necesidades.

  • Concretar los aspectos que la Comisión de Seguimiento va a analizar sobre la mediación y los parámetros que utilizará para ello. En el ámbito de la discapacidad, sería interesante que la Comisión evaluase la calidad de los cursos, la accesibilidad de los procesos de mediación, así como en qué grado los mediadores y las instituciones cumplen los códigos de conducta.

  • Incluir en el «estatuto del tercero neutral» infracciones y sanciones en materia de accesibilidad, pudiendo ser el órgano sancionador, por ejemplo, la Comisión de Seguimiento.

  • Obligar a los poderes públicos a implementar políticas y campañas de difusión para el impulso definitivo de la mediación en general, y entre las personas con discapacidad en particular. Para ello, es imprescindible dotar al impulso de la mediación de presupuesto.

  • Acortar la vacatio legis del ALIM, excesiva para el carácter de las reformas que propone e incoherente con la celeridad que exige garantizar el derecho a la justicia en igualdad de condiciones. Parece más razonable reducirla de 3 años a 6 meses. Asimismo, se aconseja, por su relevancia, reducir de 1 año a 6 meses el plazo que el ALMEP concede al Gobierno para desarrollar el «estatuto del tercero neutral».

En segundo lugar, se recomienda la continuación de la tramitación parlamentaria del Proyecto de Ley por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica (2020). Este texto normativo, aun sin estar específicamente orientado a la mediación, viene a garantizar los dos presupuestos que las personas deben tener para poder acceder a la justicia y, por supuesto, a la mediación: la plena capacidad jurídica y la accesibilidad universal. Esta reforma permite que todas las personas tengan de partida tanto la capacidad para realizar y ejecutar actos en nombre y beneficio propio –el requisito formal–, como los medios para ser parte activa del proceso –el requisito material. Además, en el Proyecto de Ley se desarrolla el sistema de apoyos de la CIDPD, que trasladado a la mediación significa que: 1) el mediador tendrá necesariamente que garantizar la accesibilidad al proceso y que 2) los casos no mediables serán reducidos a aquellos en los que, aun empleando todos los apoyos y ajustes disponibles, no sea posible un proceso de mediación con todas las garantías.

A modo de conclusión

Las personas con discapacidad, al igual que todos los seres humanos, tienen conflictos que giran en torno a sus necesidades, intereses, valores y, en definitiva, derechos. Sin embargo, a la hora de afrontarlos, tienen que superar tres obstáculos: sus limitaciones particulares, las consecuencias derivadas de la representación colectiva de la discapacidad como minusvalía y, por último, las relaciones de dominación que este colectivo desarrolla con su entorno por su identidad de discapacitado. Estas limitaciones pueden superarse mediante una comunicación inclusiva, accesible y horizontal, lo que será imprescindible para que el conflicto pueda resolverse en igualdad de condiciones.

La mediación se presenta como una vía alternativa e idónea para la tutela de los derechos de las personas con discapacidad. Además de ser menos costosa, más adaptable y más eficaz que el proceso judicial, persigue objetivos superiores especialmente interesantes para este colectivo: la legitimación y empatía entre las partes, la toma de conciencia de la sociedad para con su situación y, a la larga, la mejora de la convivencia e inclusión social de las personas con discapacidad.

No obstante, la inseguridad en la calidad de los cursos formativos, el inexistente control sobre la accesibilidad al servicio de la mediación, su escasa difusión y dotación presupuestaria, junto con la excluyente configuración de la capacidad jurídica y de obrar, son aspectos que alejan a este colectivo de la mediación.

Las recientes reformas procesales y civiles –los ya mencionados ALIM, ALMEP y el Proyecto de Ley por la que se reforma la legislación civil y procesal– no sólo son novedosas (y necesarias) dentro de su ámbito objetivo, sino que la aplicación conjunta de las mismas es una oportunidad sin precedentes para fomentar la mediación entre las personas con discapacidad y, con ello, asegurar el ejercicio indiscriminado del derecho de acceso a la justicia. Pese a lo positivo de estas iniciativas, aun quedan aspectos por mejorar, para lo que se propone una serie de cambios orientados a dar respuesta a los problemas actuales de la mediación, siendo esencial en esa tarea la participación del movimiento asociativo.

 

Referencias

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