Revista de Mediación

ADR, análisis y resolución de conflictos

Los sentimientos y las emociones en el proceso de mediación


Publicado en Volumen 10 – 2017, Nº. 1

Recibido: 23/2/17

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Resumen:

Los estados de ánimo, los sentimientos y las emociones, incluso las más leves, pueden influir sobre el desarrollo del conflicto y condicionar el comportamiento humano durante su gestión. El reto del mediador es reconducir los estados afectivos de las partes y crear un espacio de calma que permita la comunicación, la mejora de las relaciones entre los mediados y la adopción de acuerdos consensuados o ambos. El objeto del presente trabajo es reflexionar sobre las principales herramientas del mediador para la identificación y reestructuración de las emociones negativas, tanto en un aspecto intrapersonal como interpersonal. Reformulaciones, re-contextualizaciones o, en su caso, un caucus permitirán reducir las tensiones y ayudar a afrontar la ira, una emoción frecuente que puede interferir en el proceso de mediación. Aunque la mediación favorece la catarsis de los afectos, no es una terapia, de modo que ambas intervenciones han de ser diferenciadas.

Somos seres sensibles. El conflicto, no exento de connotaciones negativas, suele activar en nosotros emociones no siempre deseadas, agitar sentimientos, influir en nuestros estados de ánimo. Estas emociones, sentimientos y estados anímicos de naturaleza sombría suelen tener una mayor intensidad cuando el conflicto surge entre personas que han mantenido relaciones de afectividad sostenidas en el tiempo, como sucede en los conflictos de familia. Si a todo ello se añade la experiencia de la confrontación judicial, un stress añadido resulta inevitable.

El mediador debe ser consciente del impacto que pueden tener las emociones sobre el éxito o el fracaso del proceso de mediación. La mediación ha de fomentar la comunicación, dar a las partes la oportunidad de que encuentren por sí mismas soluciones satisfactorias para la gestión de su problema o que, al menos, puedan terminar el proceso habiendo experimentado una mejora de su relación o sintiéndose revalorizadas y empoderadas. Esta tarea resultará tanto más dificultosa si la emoción no encuentra una manera apropiada de canalizarse. La primera misión del mediador consistirá, por lo tanto, en crear un espacio donde se facilite el diálogo calmado, la empatía, y donde sea posible expresar las emociones de forma asertiva, sin que generen interferencias. Deberá estar atento desde la primera toma de contacto con los mediados para detectar la emoción, calificarla y ofrecer una respuesta adecuada para minimizar su influencia en el desarrollo del proceso y en la calidad de la mediación.

El objetivo de este trabajo es reflexionar sobre el impacto de los afectos, sentimientos y emociones en el proceso de mediación, así como ofrecer al mediador ciertas pautas y recursos para su manejo. Prestamos una particular atención a la ira, por su frecuencia y por sus efectos sobre la gestión del conflicto.

Los sentimientos y emociones en el proceso de mediación. Especial referencia a la mediación familiar

El artículo 1 de la Ley 5/2012, de 6 de julio (en adelante LMACyM) define la mediación como «aquel medio de solución de controversias, cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador». El mediador, profesional cualificado experto en conflictos, facilitará la comunicación entre las partes y velará porque éstas dispongan de la información y el asesoramiento suficientes (art. 13.1 LMACyM); desarrollará, asimismo, una conducta activa tendente a lograr el acercamiento entre los participantes en el proceso de mediación, con respeto a los principios recogidos en la Ley (art. 13.2) –voluntariedad, neutralidad, imparcialidad y confidencialidad–.

Partiendo de estas premisas y siendo éste el marco legal de la mediación en nuestro ordenamiento jurídico –sin olvidar las leyes de mediación familiar vigentes en cada Comunidad Autónoma–, podemos conceptuarla como un proceso estructurado de gestión de conflictos (personales, sociales y económicos) cuyo objetivo es fomentar que los intervinientes, actores en el proceso, alcancen por sí mismos acuerdos susceptibles de ser mantenidos en el tiempo, a la par que mejoran la comunicación entre sí y adquieren habilidades para gestionar los posibles desencuentros que puedan generarse en el futuro.

Para hacer posibles estos objetivos y facilitar la comunicación, el mediador debe crear, ante todo, un espacio de confianza, generar un contexto donde puedan hacerse explícitos los intereses, necesidades y afectos de los participantes (Bolaños, 2000). Esta tarea comienza incluso antes del proceso de mediación propiamente dicho, y debe propiciarse desde que las personas que viven un conflicto se aproximan por primera vez a la mediación a través de la sesión informativa previa (SIP).

En la construcción de este marco comunicacional el mediador ha de contar con una serie de aptitudes y cualidades personales (ecuanimidad, autocontrol, objetividad, etc.); ha de ser flexible, adaptando su lenguaje, gestual y verbal, al de los solicitantes de mediación, y manejar diferentes recursos técnicos. Una de las herramientas fundamentales es la escucha activa, manifestada tanto a través de pequeñas intervenciones como del lenguaje analógico (Chaparro Matamoros, 2013; Méndez Barrio, 2013;), a la que se acompañan otras técnicas, como las preguntas (abiertas, aclaratorias, etc.) y las afirmaciones, que permiten aclarar, reafirmar y reformular (Suares, 1996). Si bien tanto la escucha activa como las afirmaciones van a resultar de gran utilidad a lo largo de todo el proceso, adquieren especial relevancia durante las fases iniciales, cuando los actores exponen la situación conflictiva.

Estas técnicas ayudan a aportar legitimidad a los participantes en el proceso (incluido el mediador), es decir, a darles la oportunidad de validar su posición, incluso de justificarse (la posibilidad de contar su versión). Desde que el mediador es capaz de aceptar como interlocutores válidos a cada uno de los intervinientes, legitimándoles, se crean las condiciones para que cada actor pueda ubicarse también de manera más positiva frente a sí mismo, revalorizándose (Bush y Folger, 1996, pp. 55 y ss.). La revalorización o empowerment (empoderamiento) consiste en aportar a las partes calma, claridad y confianza en aras a crear consciencia: por qué importan sus metas, cuáles son sus alternativas, sus habilidades, cuáles los recursos a su alcance y las ventajas y desventajas de sus decisiones. Cuando las personas que viven un conflicto llegan a la mediación, la percepción de la propia valía, su sentido de la confianza en las propias capacidades para afrontar el futuro, su autoestima, en suma, puede estar seriamente dañada. La autoestima comprende una doble vertiente. Es un sentimiento de capacidad personal y es también un sentimiento de valía personal (Branden, 1988, 1997, 1999, 2001; Rojas Marcos, 2007).

La mediación no suele ser, desafortunadamente, la primera alternativa para la gestión del conflicto. La opción por un modelo integrativo de gestión de conflicto o por un modelo distributivo viene penetrado por nuestro componente motivacional –grado de interés propio y grado de interés por los demás– (Montes, Rodríguez y Serrano, 2014), como también por nuestros sentimientos y emociones (Redorta, Obiols y Bisquerra, 2006). En nuestra cultura, por otra parte, ha sido frecuente que, desde nuestros primeros años, ante una situación problemática, un tercero investido de auctoritas (los padres, los maestros, el director, el médico, el sacerdote, el Juez, etc.) decidiera por nosotros, atribuyéndonos la victoria o la derrota, de modo que no hemos aprendido a asumir nuestro propio poder. De ahí la relevancia de legitimar a los participantes en mediación frente a sí mismos, de revalorizar, empoderar, para que cada individuo pueda llegar a ser verdaderamente actor en la gestión de su propio conflicto. El mediador debe estar alerta a las resistencias hacia la legitimación de los intervinientes que puedan surgir en el proceso, incluso las que surjan a causa de sus propios sesgos, pensamientos y actitudes –la mediación hace de espejo frente a nosotros mismos–. Progresivamente, a medida que la comunicación mejora, los actores pueden ser capaces de legitimarse entre sí, reconociéndose mutuamente. El re-conocimiento es un acto decisorio al que se llega de forma gradual cuando a lo largo del proceso cada uno de los participantes, robustecido en su propia estima, se sitúa más allá del conflicto y es capaz de mostrar empatía y sensibilidad respecto de la situación del otro –puede «calzarse los zapatos del otro», lo que no significa que deba compartir sus criterios o puntos de vista– (Della Noce, 1999).

La programación neurolingüística nos enseña que las personas tenemos diferentes mapas mentales y que muchos conflictos surgen porque consideramos que el otro participa de nuestra representación de la realidad (Mahony, 2009; Stalh, 2002;). Pero «el mapa no es el territorio_»_ (Korzibsky, 1933) y «el nombre no es la cosa nombrada» (Bateson, 1980), es decir, ante los mismos estímulos cada individuo realiza su propia elaboración mental. Si el mediador a través de sus intervenciones crea el rapport, es decir, crea sintonía, los actores estarán en posición de tomar consciencia de sus programas mentales, de modo que podrán modificar o suprimir aquellas elaboraciones que no resultan útiles. Como mediadores hemos de ayudar a los actores a encontrar nuevas perspectivas en la forma de gestionar el conflicto y estimular la capacidad de formular opciones creativas. En la escuela hemos aprendido a utilizar el pensamiento lineal, vertical, es decir no pensamos de forma explícita e intencional sino basándonos en patrones preestablecidos que parecen incuestionables. Algunas técnicas, como la de los six thinking hats, desarrollan el pensamiento lateral y pueden ayudarnos a desafiar las ideas preconcebidas, a mirar una cuestión desde otros puntos de vista diferentes a los convencionales para hallar las soluciones más apropiadas y posibilitar el acuerdo (De Bono, 1988, 1999).

Aunque no es propiamente la emoción la que causa el conflicto –los conflictos pueden derivarse de percepciones falsas y emociones negativas pero también pueden intervenir en su gestación factores culturales, estructurales y de comportamiento–, emoción y conflicto son dos conceptos estrechamente relacionados entre sí. La experiencia nos enseña que el conflicto activa núcleos de sentimientos y emociones intensas (ira, tristeza, miedo, interés, sorpresa, alegría, disgusto, envidia, culpa, etc.). Por lo general la carga sentimental y emotiva suele resultar muy elevada en los conflictos familiares –si bien es cierto que no puede obviarse el aspecto emocional en los conflictos más «racionales», como los que se generan en el ámbito civil y mercantil (pensemos, por ejemplo, en un conflicto societario que afecta a la empresa familiar por la sucesión en el liderazgo)–. En aquellos casos en que las personas recurren a la mediación cuando el conflicto está muy judicializado, quizás incluso por derivación, como sucede con frecuencia en la mediación familiar, el manejo de las emociones se torna aún más complejo para el mediador. Los actores suelen estar poco motivados en la búsqueda del consenso, pueden estar inmersos en un proceso de duelo por la pérdida o pérdidas sufridas –no en vano, se ha disipado un proyecto de vida en común que comenzó con ilusión–; frecuentemente experimentan inadaptación general, sentimientos de culpa, inseguridad, confusión, temor, incapacidad para afrontar el futuro, etc… El propio proceso judicial, lento y costoso, público, basado en una estrategia adversarial que despoja de su poder a las partes para atribuirlo a los miembros del sistema (jueces, fiscales, abogados…), genera un stress añadido_._

Los estados de ánimo, los sentimientos y las emociones, incluso las más leves, pueden, por tanto, influir sobre la gestión del conflicto, condicionando el comportamiento humano en su desarrollo así como las respuestas que se dan durante su gestión; y ello tanto en el ámbito intrapersonal, esto es, afectando al propio comportamiento ante el conflicto (nuestras reacciones ante las propuestas), como en el ámbito interpersonal_,_ es decir, incidiendo sobre el comportamiento de los demás participantes. Mediante recientes estudios empíricos ha podido constatarse que las emociones positivas (alegría, gratitud, admiración, esperanza, interés, amor…) favorecen por lo general una respuesta que propende a la conciliación y a la colaboración, a diferencia de los estados de ánimo y emociones de carácter negativo (ira, miedo, tristeza, culpa, envidia…), que generan con mayor frecuencia comportamientos competitivos y apuntalan estrategias de dominación (Montes et al., 2014). De ahí la importancia en mediación de reestructurar los afectos negativos y de facilitar un contexto emocional que ofrezca a los intervinientes mayores garantías para la búsqueda de soluciones consensuadas y eficaces.

Partiendo de estas coordenadas y aceptando que los actores pueden –y suelen– acudir a la mesa de mediación bajo estados de tensión y aflicción, la creación de un contexto emocional positivo puede parecer a priori una tarea titánica. Para crear sintonía y equilibrar las emociones, cambiando la percepción del conflicto, los mediadores debemos confeccionar nuestro propio kit de herramientas. El desarrollo de las competencias propias de la inteligencia emocional_,_ que incluye habilidades como la empatía, la asertividad, la autoconciencia, el entusiasmo… (Goleman, 2006), resulta imprescindible. De forma complementaria, y dado que la mediación se vincula teóricamente con diferentes escuelas relacionadas con la conducta humana, podemos como mediadores pensar en nutrirnos de competencias extraídas de otros campos, como el enfoque sistémico_,_ la teoría Gestalt, las constelaciones familiares, el coaching, los diálogos apreciativos, etc., como también de las nociones de la programación neurolingüistica (PNL_)_, a la que hemos aludido con anterioridad. La integración de la PNL en el proceso de mediación se consigue a través de diferentes técnicas. Algunas de ellas son las reformulaciones (reiterativas, en espejo, reformulaciones-síntesis, hipótesis), las reenmarcaciones –positivas–, las recontextualizaciones o reencuadre, el parafraseo o resumen empático, como también la utilización de un nuevo lenguaje: por ejemplo, tiempo de convivencia en lugar de derechos de visitas; aportación en vez de pensión; cambiando patria potestad por autoridad parental, etc…, puesto que estamos en el contexto de la mediación. El uso de los silencios, del sentido del humor, desdramatizando si es posible (quitarle hierro al asunto) o de metáforas para mejorar la compresión, son recursos que pueden ayudar a gestionar las emociones en el conflicto, armonizándolas, y a separar mejor las personas del problema para poder confeccionar alternativas.

Para reestructurar estados afectivos y emociones, evitando sus interferencias sobre el proceso, se impone ante todo su reconocimiento. El reconocimiento de las emociones y lo que significan para las personas que las experimentan es, sin lugar a dudas, un lenguaje que se aprende. La empatía nos permite reconocer emociones a través de la percepción. El lenguaje digital y analógico –la lectura de la expresión facial, la postura corporal, la respiración, el tono de voz, el ritmo, los movimientos de las manos, etc. (sinergología)–, pero también la coherencia entre la comunicación digital y analógica, nos suministran información sobre los estados afectivos de los actores. Ser empático pero también saber comunicar empatía, expresando la comprensión de la emoción sin efectuar juicios de valor, permite al mediador crear confianza (Folberg y Taylor, 1996). La empatía_,_ en la medida que es una forma de saber ser, excede del ámbito de la mediación, al igual que otras habilidades (escucha activa), pudiendo extrapolarla a nuestra vida ordinaria –de hecho, puede ser un excelente entrenamiento para implementarla naturalmente en el proceso de mediación–. Identificada la emoción, ha de ser atendida tan pronto como sea posible. Ante el miedo, la pauta de acción sería comprender, proteger; ante la tristeza, animar y cuidar; si la emoción es la sorpresa, orientar, prevenirse; si es la envidia, evitar y explicar, etc. (Redorta et al., 2006).

La ira en el procedimiento de mediación

Una de las emociones con las que nos topamos habitualmente no sólo en mediación sino en nuestra vida diaria, es la ira_._ La ira, junto a la felicidad, la tristeza, el miedo y el deseo, es una emoción primaria y natural. Algunos textos califican la ira como una emoción destructiva, incluso mortal, pero en sí misma la ira no es ni positiva o negativa. En puridad, y aislada de su componente cultural, se trata de una respuesta de adaptación ante un estímulo externo que se percibe amenazante, por lo que tiene un valor funcional que asegura la supervivencia. Como emoción se asocia a enojo, enfado, y puede ser desencadenada por un estímulo exterior –por tanto, tendría un carácter transitorio–. Cuestión distinta es la ira como rasgo de la personalidad, incluso de carácter genético, lo que influiría en una cierta predisposición a la ira como estado afectivo y a su expresión incontrolada (ira agresiva). La expresión incontrolada de la ira es juzgada socialmente como síntoma de inmadurez, reprobada incluso por la mayor parte de las religiones (en la religión católica es, significativamente, un pecado capital). El control de la ira, por el contrario, se asocia a fortaleza, de ahí que frecuentemente reprimamos la ira, lo que es muy diferente de su gestión. La represión de la ira o ira pasiva es una respuesta de evitación ante el estímulo que la provoca que, posteriormente, puede traducirse en conductas como criticar, sentirnos culpables, manipular a los demás, realizar conductas obsesivas (limpiar una y otra vez), etc.

La ira agresiva_,_ en general_,_ provoca en la persona que la experimenta un conjunto de respuestas corporales (aceleración del ritmo cardiaco, aumento del flujo sanguíneo, activación de la hormona cortisol…). Por tanto, cuando la persona es «secuestrada por la amígdala» y se deja llevar por la emoción, en este caso la ira, expresándola de forma incontrolada, es necesario un tiempo para que el sistema hormonal se reajuste; a largo plazo, estas respuestas pueden incidir sobre nuestra salud, afectando a nuestros órganos internos y a nuestra inmunidad. De acuerdo con la Medicina Tradicional China, las emociones rompen el equilibrio de los órganos internos, afectando al Qi y a los flujos sanguíneos. La ira, en particular, afecta a nuestro sistema gastrointestinal, dado que, como emoción, se aloja corporalmente en nuestro hígado. La expresión hostil de la ira incide, asimismo, en la calidad de nuestras relaciones inter-personales. Por lo tanto, existen razones poderosas para que, ya no como mediadores sino como personas, aprendamos a hacernos dueños de nuestra ira, no tanto para negarla ni para dirigirla hacia dentro, contra nosotros mismos, «quemándonos», sino para aprender a reconocerla y lograr su expresión de manera adecuada mediante la asertividad.

En el contexto de la mediación es frecuente que alguno de los actores o incluso los dos, se expresen de manera iracunda, como forma de ganar poder o de amedrentar al otro. Es obvio que los actores en el proceso difícilmente podrán mejorar la comunicación y lograr acuerdos bajo estados de irritabilidad y enfado. Además, la expresión hostil de la ira puede provocar que el conflicto se escale y bloquee el proceso de la mediación. Sin embargo, en un contexto que facilita la expresión de la emoción no parece posible vetar de forma absoluta la expresión de la ira, pues puede darnos información sobre aquello que importa. El mediador ha de saber encontrar el equilibrio justo y aceptar la expresión no hostil de la emoción si su objeto es reclamar intereses y marcar unos límites (Butts Griggs, 2007).

No existe una fórmula mágica para manejar la ira en mediación. Parece obvio que facilitar un ambiente de calma, estar alerta a síntomas físicos (cansancio, stress), negociar sobre intereses y no sobre posiciones, escuchar activamente, realizar resúmenes empáticos, etc., puede ayudar a evitar la expresión hostil. Si reconocemos la ira, lo que no siempre es fácil (por ejemplo, la ira se puede presentar como frustración), la estrategia del mediador es atender de inmediato, calmando, desviando por ejemplo el objeto de la ira. Si la ira de alguno de los actores es patológica y no es posible seguir la mediación, se debe interrumpir el proceso, ya sea de forma provisional o definitiva, y derivar a terapia.

Técnicas de gestión de las emociones en el proceso de mediación

Ya hemos advertido que en mediación es necesario separar a las personas de los problemas, crear un contexto nuevo, esperanzador, una nueva forma de comunicación más constructiva mediante el desarrollo de un lenguaje distinto, con el uso de los adjetivos y de las palabras oportunas (Fisher, Ury, Patton, 2011). De ahí la utilidad de las reformulaciones o reenmarcaciones que, además de coadyuvar a generar un diálogo nuevo, permiten controlar la escalada de emociones tan destructivas como la ira. La reformulación está especialmente indicada cuando alguna de las partes realiza un comentario potencialmente lesivo o dañoso. Re-formulamos o re-enmarcamos cuando enunciamos los hechos seleccionando nuevas palabras, elementos que unen a las partes sin ignorar aquello que las diferencia entre sí (vg. «es un grosero; quiero que deje de insultarme» podemos reformularlo como «deseas sentar las bases de una convivencia más respetuosa»). Con el mismo objetivo se utilizan la connotación positiva y los reencuadres, que se diferencian sutilmente de la reenmarcación o reformulación. Connotamos positivamente cuando, tras la exposición de los hechos, apostamos por la buena voluntad de las partes, sin perder de vista los valores de cada una (A: «él nunca ayudó con los niños ni se preocupó de ellos, B: es falso, hacía muchas horas, para alimentarles, vestirles…»; mediador: «él trabajaba mucho con la intención de sostener a la familia»). Reencuadramos cuando mostramos la realidad (hechos, contenido de la situación, ciertas actitudes) desde otras perspectivas –recordemos de nuevo que «el mapa no es el territorio», el mapa es meramente una representación personal (véase el ejemplo anterior, donde además de la connotación positiva hay un reencuadre)–. El reencuadre resulta muy útil para pasar de posiciones a intereses.

Una fase del proceso en la que pueden surgir múltiples tensiones es en la adopción de acuerdos. Las reformulaciones o reenmarcaciones, reencuadres, recontextualizaciones, preguntas reflexivas, nos permitirán reconducir emociones y liberar tensiones para evitar la escalada de la ira. Si el contexto lo permite, también será posible recurrir al sentido del humor, como ya hemos advertido. Pero si estas medidas no funcionan o incluso si es compelido por las partes a intervenir, ya sea de forma implícita o explícita, el mediador puede incrementar la potencia de su intervención y el caucus puede ser el medio (Bolaños y Socias, 2013). Es una posibilidad que debe mencionarse al principio del procedimiento de mediación.

El caucus se definiría como una reunión privada con cada uno de los mediados cuya duración aproximada es de unos quince minutos. Suele celebrarse bien al principio de la sesión o, más frecuentemente, a mitad del encuentro. Cuando comienza el caucus el mediador puede estructurar los tiempos y ayudarse de diversas herramientas: escucha activa más preguntas abiertas, a los efectos de que la parte exprese sus emociones y él pueda evaluar la situación (unos diez minutos). Posteriormente, si es necesario, puede atribuir tareas a la parte para que reflexione, para que pueda hacer el esfuerzo de colocarse en el lugar del otro. Consideramos que al final del caucus resulta imprescindible la reformulación, así como la reiteración del compromiso de confidencialidad. En la reunión conjunta posterior el mediador puede formular proposiciones, partiendo de los intereses comunes de las partes o de los puntos coincidentes apreciados por el mediador durante el caucus.

Recurrir al caucus, no obstante, tiene al menos un riesgo: puede suscitar dudas en cuanto a la neutralidad e imparcialidad del mediador, en la medida en que, en el encuentro privado, cada una de las partes necesita sentirse reforzada o apoyada, instando al mediador a que se ponga de su lado. Por este motivo, es conveniente advertir durante la sesión informativa sobre la posibilidad de hacer uso de encuentros privados o caucus entre las partes durante la sesión de mediación así como dar también a la otra parte la oportunidad de ser escuchada, incluso si en puridad no se estima necesario. Durante el caucus el feedback debe ser el suficiente como para que la parte se sienta comprendida y escuchada, pero evitando cualquier connotación de parcialidad –que la parte sienta que el mediador «se pone de su lado» sólo para que se acepte el acuerdo–. Recurrir al caucus también puede suscitar un dilema para el mediador e influir sobre sus propias emociones si, durante el encuentro, se revela información confidencial que, sin embargo, debería ser compartida. En ese caso el mediador se puede inhibir.

Conclusión final

La gestión adecuada de las emociones en los procesos de mediación y, en especial, en el ámbito de la mediación familiar no sólo permite mejorar la comunicación entre los mediados, alcanzar acuerdos y mantenerlos en el tiempo sino que puede tener efectos terapéuticos positivos. La mediación familiar puede canalizar las emociones de la pareja que se separa, favorecer la elaboración del duelo, fortalecer su autoestima y fomentar la adquisición de habilidades para gestionar futuros desencuentros. Puede ser, incluso, generadora de resiliencia en el sistema familiar. No obstante, no ha de perderse la perspectiva. Aunque favorece la catarsis de las emociones y su reestructuración, la mediación no es una terapia. Se trata de dar una oportunidad al acuerdo y mejorar, al menos, la comunicación entre personas que se aproximan a la gestión del conflicto buscando estrategias integradoras (Bush y Pope, 2008).

En un contexto que favorece la confianza y la autoexpresión de intereses, necesidades y afectos, el mediador no sólo ha de estar atento a las emociones y percepciones de los actores sino que ha establecer una estrecha vigilancia de sus propios sentimientos y emociones. Frecuentemente los mediadores hemos de tomar distancia y ejercer un fuerte dominio sobre nosotros mismos para no dejarnos arrastrar por la sombra de los estados de ánimo y emociones proyectadas por los participantes en el proceso, evitando que nuestra propia predisposición genética, nuestros estados afectivos, nuestros sentimientos y las emociones negativas experimentadas puedan interferir sobre el proceso de mediación. Desde la perspectiva sistémica, el proceso de mediación configura un sistema en el que los distintos elementos (mediador, actores…) están interconectados entre sí. El conocimiento de nosotros mismos, de nuestras propias fortalezas y limitaciones –lo que supone un reto y un trabajo de crecimiento personal que puede durar toda la vida– parece imprescindible para todos aquellos que aspiran a ser mediadores. Es, sin lugar a dudas, una tarea compleja que requiere grandes dosis de entusiasmo y energía junto con un compromiso continuo de aprendizaje y mejoramiento personal. Pero es un esfuerzo que bien vale la pena si se considera que el objetivo último de la mediación, más allá de realizarse de forma legítima a través del ejercicio de una profesión remunerada, es hacer el bien.

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